Una Diada más, y van cuarenta. En la antepenúltima de la última Diada
después del antes de la Independencia marcharon Puigdemont, Mas,
Rufián, Junqueras, Llach, Colacau, Rahola y celebrities de las altas
esferas catalanas, mezcladas después de tantos siglos de esnobismo con
lo que la burguesía catalana antes tildaba de chusma charnegil, gente
con mezcla de genes y apellidos poco nobles como Díaz, Fernández y
García. “Meu estimat espós, ¿cómo vamos a construir una Catalunya fort
mezclando nuestra estirpe con un casposo Díaz?”, preguntaba preocupada
Montserrat Martorell, señora de noble cuna, a su marido, ávido lector
de las necrológicas de La Vanguardia, en los fulgurosos años cuarenta.
“Sí, Montse, dónde vamos a parar… ¡Anda, mira, le petó la patata a
Carles!”. “Se lo tiene merecido, por charnego”.
De la celebración
de la Supremacía de la Raza Catalana se hicieron destacar dos cosas,
aparte la reunión de Puigdemont con un representante de un antepasado
del Siglo de las Luces que más bien parecía el Capitán Garfio. La
primera, la samba con el sambenito de un círculo de papel con ínfulas de
sombrero que Puigdemont y compañía portaban orgullosos y nobles, al
cual daban vuelta y vuelta mientras bailaban al ritmo de un cha-cha-chá
seguramente de origen catalán. A Puigdemont se le veía cara preocupada,
como si no supiera marcar el ritmo sin que se le cayera la peluca, y
meneaba el papel adelante y atrás, hacia arriba y hacia abajo, vuelta y
vuelta, como si el papel-sombrero fuese un cerdo adobado en una
parrilla, como si en un momento pidiese dinero al Estat feixista
espanyol y al siguiente lo ocultase, por poner un ejemplo, en el Banco
de Andorra. Imagínense el posible caudal recaudado con tanta vuelta al
papel-sombrero. Reconozco que tanto meneo al papelillo en cuestión
obnubiló mi subconsciente y esta noche tuve pesadillas con Puigdemont.
La segunda situación a destacar fue, sin duda alguna, la declaración de
Artur Mas, ex-Presidente de la Generalidad y terrateniente de los
Pujol-Ferrusola, clan archiconocido por quitar dinero a la pérfida
burguesía catalana y dársela a los pobres tiñosos y disentéricos. Artur
afirmó categórico, con su habitual media sonrisa de raposo, que se
encontraba muy a gustito con “esta gente de bien” porque, como ustedes
saben, en Cataluña hay dos tipos de gente: la “gente de bien”, situada
en un espectro político entre el independentismo tradicional de Esquerra
y la CUP y la derecha neoindependentista y de rancio abolengo de
Tresvergencia; y luego la “gente de mal”, los bellacos que todavía
tienen la osadía de toser por la calle, dar lecciones de Democracia y
decirle a la Raza Superior que sigan siendo españoles de segunda
categoría. ¡Cómo se le ocurre tamaña desfachatez a la “gente de mal”!
Con ellos a Treblinka, Mauthausen y Auschwitz en trenes de larga
distancia –subvencionados por el Estado opresor, cómo no–, que no se les
puede seguir permitiendo pisar suelo del Imperio Sacro-Catalán. ¡Hombre
ya!
La marea independentista puede seguir presumiendo de
ejemplar y democrática, pero por mucho que insistan en su habitual
engañifa, algunos somos perros viejos y sabemos cómo acaban los
movimientos nacionalistas, cómo se traducen en un aquelarre racista que
divide a una sociedad según el criterio del gobernante de turno, que
para más inri se salta la legalidad a la torera sin que nadie le tosa e
intenta poner en jaque a un Estado de Derecho que parece anestesiado
frente al envite fascistoide de Convergéncia. Y si tanto les molesta que
les comparemos con la Alemania nazi, que al menos les digan a los
cuperos que no emulen la Kristallnacht quemando retratos del Rey y
banderas de España entre teas ardientes. Que entre quemar una bandera y
dar una paliza a un simpatizante del Partido Popular o de Ciudadanos hay
una línea muy delgada, y más después de cuarenta años de políticos
nacionalistas como Artur Mas que han dividido la sociedad entre “gente
de bien” y “gente de mal”, tal y como reconoció ayer.
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