miércoles, 26 de noviembre de 2014

Fonoteca: The Endless River


No sé a qué viene tanto revuelo ni tanta crítica mordaz. The Endless River, el nuevo disco de Pink Floyd, es tal y como lo publicitó David Gilmour en su momento: el canto de cisne de Richard Wright. Un verdadero deleite para los que creíamos que Pink Floyd podía ser más que el salvaje egocentrismo de Roger Waters, a quien, cierto es, debemos también obras maestras de la música como The Wall y Animals. Vale que Pink Floyd tuvo su etapa de gloria con Roger Waters. Pero su creciente ímpetu en el control artístico, que culminó con The Final Cut, no hace que el grupo al completo pase por el filtro de Waters. Su partida a mediados de la década de 1980 convirtió al grupo en un trío, suficiente para obrar dos gemas musicales como A Momentary Lapse of Reason y The Division Bell, donde Gilmour se desenvolvió extremadamente bien como líder del grupo.

Mentiría si dijese que mis discos favoritos son los de la etapa de Roger Waters. Seré extremadamente raro, pero prefiero escuchar The Division Bell a The Wall o a Wish You Were Here. Quizás porque ambos estén muy escuchados y uno siempre encuentra momentos ocultos de gran deleite en obras menores. En cualquier caso, también he de confesar que, si hay que establecer dicotomías en el seno del grupo, soy más seguidor de David Gilmour que de Roger Waters. Y ese porqué está en The Endless River, que demuestra quién fue el verdadero talento de Pink Floyd: Richard Wright.

The Endless River no solo suena a punto y final a uno de los mejores grupos del siglo XX, sino a un homenaje sincero a Wright, cuyo teclado luce por enésima vez como componente principal de la música de Pink Floyd. Escuchar la progresión de temas de The Endless River es un verdadero disfrute, un deleite para los oídos, con temas como «Autumn '68» donde Wright es sinónimo definitivo de Pink Floyd. ¿De verdad un oyente de Pink Floyd, después de escuchar este álbum, echa de menos a Waters? ¿Y de verdad es necesario poner el grito en el cielo porque The Endless River sea un disco instrumental, a excepción de su último tema, «Louder Than Words»? Nunca sobraron más las palabras en un disco como en este canto de cisne, y nunca se complementó mejor la guitarra de Gilmour con los teclados de Wright desde los tiempos de Wish You Were Here y Animals, de quienes hay reminiscencias más que claras en temas como «Allons-Y (1)» y «Allons-Y (2)».

El nuevo trabajo de Gilmour y Mason, usando las cintas sobrantes de The Division Bell, es posiblemente el mejor trabajo que Pink Floyd ha facturado desde The Wall. Supera con creces a su predecesor y aporta frescura al catálogo musical del grupo, estableciendo un nexo con aquellos épicos trabajos psicodélicos de comienzos de la década de 1960 como Ummagumma y Atom Heart Mother. Los críticos pueden decir misa: la sorpresa de encontrarse con un nuevo disco de Pink Floyd ha sido extremadamente positiva, y la musicalidad del álbum en su conjunto, que ralla la perfección, gana con sucesivas escuchas, a medida que uno presta más atención a la aportación póstuma de Wright, deseando que no hubiese un solo The Endless River, sino varios más, para seguir disfrutando del genio de Wright, Mason y Gilmour. Por mí, Roger Waters puede irse a freir puñetas mientras siga habiendo grabaciones de Richard Wright en un cajón. Porque The Endless River es de una belleza tan entrañable que sitúa al trabajo de Gilmour, Mason y Wright como uno de los mejores trabajos discográficos de 2014.

martes, 25 de noviembre de 2014

El deshonroso arte de corromper


La corrupción sigue cabalgando a sus anchas por lo largo y ancho de España. A las tarjetas black de Caja Madrid y el caso Púnica le sigue la operación Madeja, que estudia mordidas en la adjudicación de obras públicas en zonas como Sevilla, Extremadura, Madrid, Comunidad Valenciana, Aragón, Cataluña y Canarias. Casi ná. El número de implicados en casos de corrupción sigue subiendo como un suflé que no tiene intención de desinflar, y mientras tanto, la cúpula mira con ojos extrañados, medio bizcos, como intentando discernir un alfiler en medio del granero. «Son casos puntuales», asegura Mariano Rajoy, o «ya hemos hecho lo que teníamos que hacer», dice María Dolores de Cospedal. Y todos contentos, felices, sonrientes. Ya hemos hecho nuestro trabajo. ¿Quién pone en duda que Rajoy metió a Luis Bárcenas en la cárcel, o que Cospedal le enseñó su placa del FBI a Francisco Granados y lo esposó con una dureza más propia de Catherine Willows, agente de la serie CSI Las Vegas? Esas son las «contundentes» afirmaciones que emanan de la boca de los principales responsables por omisión de la existencia de casos de corrupción.

Porque, ¿quién sino el Partido Popular, con una mayoría absoluta aplastante en el Congreso de los Diputados, puede poner coto a la corrupción sistémica que inunda nuestro país? ¿Quién sino Mariano Rajoy puede y debe hacer las reformas necesarias e inmediatas para frenar el descrédito de una clase política que parece no entender o no querer escuchar las plegarias de los ciudadanos? ¿Quién sino el Partido Popular debe atender las peticiones de otros grupos parlamentarios, sea Izquierda Unida o UPyD, para frenar en seco la corrupción? Incluso en el seno del PP, dirigentes como Esperanza Aguirre han redactado unos puntos básicos para poner freno a la corruptela política que, día tras día, inunda como una plaga faraónica los medios de comunicación.

Reformas que reduzcan el tiempo de instrucción de causas judiciales abiertas por corrupción, el cambio de la Ley Electoral para que los partidos políticos se rigan por listas abiertas, una reforma del Tribunal de Cuentas, la obligatoriedad de presentar las cuentas de los partidos políticos en el Congreso, la supresión definitiva de subvenciones a partidos políticos, patronal y sindicatos, un cambio en la Ley de Contratos del Estado y el aumento de las penas de cárcel para defraudadores o ladrones de cuello blanco son unas pocas medidas básicas que el Ejecutivo debe hacer de inmediato para atajar la corrupción política. Tanto que gusta de ejercer el poder por Real Decreto, ahí tienen una batería de puntos elementales a desarrollar y ejecutar para blindar el Estado de Derecho contra los corruptos, contra todo bellaco que guste de sisar el dinero del contribuyente. Es lo menos que puede hacer Mariano Rajoy, ese Presidente de paja acostumbrado a ver pasar el tiempo sentado en su diván, si quiere salvaguardar los intereses de los ciudadanos españoles ante la herida abierta en el seno del sistema político español. Porque los problemas no se solucionan solos y deben de ser frenados desde las altas instituciones del Estado con voluntad política. De lo contrario, la herida abierta acabará por gangrenar y cercenar todos los miembros del Régimen, estén sanos o corrompidos. Y si no tienen voluntad de afrontar los cambios que demanda la sociedad, que se vayan y dejen paso a otros.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Pablo Iglesias vs. Mediaset

Parece que Pablo Iglesias, después de ser encumbrado a la secretaría general de un partido tras su paseo por las televisiones de todo el país, le está cogiendo cierta tirria a los platós. Su primer plantón tuvo lugar el sábado noche en el programa Un tiempo nuevo de Telecinco, al que, 48 horas antes de ser emitido, declinó la invitación que le ofrecieron. La dirección de Podemos intentó primero pactar una sola pregunta a través de un monitor de plasma, y luego que en lugar de Pablo, acudiesen al programa cinco miembros de Podemos. ¿Os suena a algo la pantalla de plasma? ¿Os imagináis que Mariano Rajoy, en caso de aparecer en un programa de televisión, obligase a la cadena a que le rodeasen cuan escuderos Soraya Sáenz de Santamaría y Cristobal Montoro? 

Pocos meses han pasado desde la génesis de Podemos para que Pablo y sus acólitos cojan los vicios de lo que ellos denominan casta política. Esa misma casta que critican desde otros platós, desde otras cadenas, y que nos tenía acostumbrados a pactar preguntas -igual que Pablo- o a enchufar periodistas acólitos en el plató -igual que Pablo-. Y es que, aunque parecía un titán invencible, Pablo también deambula por entresijos que le llevan a cometer errores garrafales. El segundo, después de la entrevista con Ana Pastor en El objetivo de La Sexta, tuvo lugar con su «boicot» a Un tiempo nuevo, intentando coaccionar al programa para que se ajustase a las exigencias del nuevo sultán. «O hacéis lo que nosotros os digamos o no vamos», podría haber sido la conversación entre Mediaset y el representante de Podemos.

Y es que, cuando uno critica con intransigencia mordaz a la casta política, cuando deambula por los platós de televisión denostando a todos los políticos por igual, metiendo en el mismo saco a corruptos y a inocentes, cuando lanza protoideas de un programa venidero donde habla de someter las televisiones privadas a las cuitas personales de Papá Estado, personajes como Pablo se someten a la lupa del ciudadano, del telespectador, con un énfasis igual o incluso superior al del resto de políticos. Porque si está llamado a gobernar, tendrá que decir cómo piensa hacerlo. Si despierta una ilusión dormida en la juventud abstencionista, tiene que decir cómo no va a defraudarles, porque la sociedad no se alimenta de tweets de 140 caracteres. Pero lo que no puede hacer, de ninguna forma, es coger los vicios de la casta política de antemano, sin haber pisado todavía un despacho, y no dar explicaciones no solo de su futuro programa, sino de los problemas que ya atañen a su partido, cuando es invitado a un programa de televisión y pretende imponer sus condiciones a lo Belén Esteban. Algo que, por cierto, deja entrever cuál sería su relación con los medios de comunicación si llegase a tocar poder. Una relación de autoritarismo voraz que acabaría con la iniciativa privada y la pluralidad de los medios de comunicación.

A modo de post scriptum, quisiera que hicieran un ejercicio mental para conocer vuestra pureza mental. Imaginaos que, en lugar de a Pablo Iglesias, Mediaset invitase a su plató a Mariano Rajoy. Y que Mariano marease la perdiz al programa durante dos semanas. Y que Mariano, cuarenta y ocho horas antes del programa, rechazase la invitación porque quería pactar una única pregunta a través de un plasma. Y que después de que Mediaset se negase, el Partido Popular propusiese que fuera no solo Mariano, sino también Soraya, Montoro, Margallo y Mato. Y que, ante la negativa de Mediaset, por suponer una imposición a la editorial del grupo mediático, el Partido Popular escribiese en Twitter: «No les funcionó el miedo, tampoco lo harán sus difamaciones. Juntos, vamos a cambiar este país». ¿Os imagináis los calificativos que penderían del cuello de Rajoy a modo de cuentas de rosario? ¿Os imagináis la mordaz crítica sobre el PP, a quien tildarían de someter los medios de comunicación a su antojo, de no tener valor a responder las libres preguntas de un periodista? Pues bien, la diferencia es que si sustituís Mariano Rajoy y Partido Popular por Pablo Iglesias y Podemos, el párrafo se convierte en la sucesión de hechos que tuvo lugar durante la semana anterior. Tras lo cual me formulo una simple pregunta: ¿Por qué la gente aplica un rasero distinto dependiendo de sobre quién estemos hablando?

lunes, 17 de noviembre de 2014

Sobre Podemos y procesos constituyentes

Por fin vamos conociendo el programa de Podemos. En su reciente investidura como secretario general de su partido, Pablo Iglesias abogó por abrir un proceso constituyente, aludiendo al derecho a decidir para romper la concepción de una «España agresiva que dice a los ciudadanos qué lengua deben hablar y qué tienen que sentir». Esto es, en pocas palabras, abolir la Constitución de 1978 y redactar una nueva, partiendo desde un cero absoluto, y no una reforma de títulos o apartados en particular. Mientras la suma de todos los partidos, desde PSOE hasta UPyD, pasando por Ciudadanos y partidos nacionalistas, están en la vía de una posible reforma constitucional dentro del marco creado en 1978, Podemos se enmarca en un grave anticonstitucionalismo que revisita la confrontación y el revanchismo, en un intento de hacer creer a la gente que la Constitución es sinónimo de un Régimen caduco o propiedad del bipartidismo. Y es que detrás de las palabras de Pablo Iglesias se esconde un lobo con piel de cordero que intenta amedrentar a la sociedad, alegando que nuestra Constitución no nos garantiza derechos, deberes y libertades, cuando sí lo hace, y que debe partirse de un papel en blanco para redactar una nueva Carta Magna. A las pruebas me remito: basta que echéis una lectura a la Constitución para que sepáis qué derechos y libertades se nos reconoce a la ciudadanía.

Debido a ello, cuando un dirigente de Podemos proclama que la Constitución Española debe ser abolida para abrir un proceso constituyente, o cuando Pablo Iglesias la califica como «ese papelito» o un «candado que hay que abrir», la gente, y en especial todo potencial votante de Podemos, debe preguntarse: «¿Qué tiene de malo la Constitución Española?». La respuesta es sencilla: nada. La Constitución Española es garantía de nuestros derechos, deberes y libertades, de un régimen democrático y constitucional que abogó por la convivencia entre todos los españoles después de medio siglo de garrotazos y de sangre derramada. Que permitió pasar «de la Ley a la Ley a través de la Ley», como afirmaba Torcuato Fernández-Miranda, sin abrir un cisma sangriento en la Historia de España. Que reconoce la pluralidad lingüística y territorial de nuestro país, por lo que tampoco puede calificarse como arma de una España agresiva. Y puede -y debe- reformarse para adaptarse a nuevas realidades de la ciudadanía siguiendo la vía de partidos constitucionalistas: varias y muy diversas opciones a elegir por el ciudadano en el marco del constitucionalismo, como PSOE, UPyD, Ciudadanos y demás, pero que en absoluto comparten en Podemos.

Gente como Pablo Iglesias o Juan Carlos Monedero deben generar cierto recelo en la sociedad cuando hablan continuamente de procesos constituyentes. Es lógico que la sociedad sufra un hastío importante por la ineficacia de PP y PSOE a la hora de poner coto a la corrupción y de solucionar los problemas de la ciudadanía. Pero esa sociedad también tiene que ser consecuente con sus actos y votar con inteligencia: en el marco de nuestra Democracia hay una amplia variedad de partidos, y aunque hay mucho que hacer, determinadas materias deben discutirse de forma muy sosegada, conociendo muy bien los detalles de la misma y llegando a consensos para que sean duraderas. Una de ellas es nuestra Constitución. Nuestros padres y nuestros abuelos dejaron atrás rencores y odios pasados para construir nuestro futuro en un marco pacífico y de convivencia, y no construyeron una régimen democrático para echarlo abajo cuarenta años después.

Por eso está en nuestras manos ceder el testigo a políticos y partidos constitucionalistas que abogan por el reformismo o, por el contrario, cedérselo a Podemos, que, en un símil muy entendible, prefiere cambiar los muebles de la cocina derruyendo los cimientos de la casa. En nuestras manos vuelve a estar el construir nuestro futuro siguiendo el ejemplo de nuestros padres. Valorando lo bueno de España y consensuando lo reformable entre todos. La otra opción, la vía Podemos, es volver a cometer los errores del pasado, reabrir viejas heridas y generar un proceso constituyente que abriría un nuevo cisma en la sociedad española, como si no tuviéramos bastante con una crisis económica y política. No demos pábulo a quienes abogan por redactar una nueva Constitución: la Carta Magna de 1978 es el mejor marco de convivencia que España ha tenido y tendrá jamás, que nos ha otorgado los años de mayor estabilidad social de nuestra historia, y puede reformarse sin echarla por tierra, permitiendo que dure tantos años como las Constituciones de otros Estados. Seamos sensatos y demos la espalda a la escabechina que pretenden realizar Pablo Iglesias y compañía con la Transición, la etapa de mayor gloria de nuestro país.

lunes, 10 de noviembre de 2014

De sediciosos y traidores

 

Ya conocemos quién ha sido el vencedor de la pseudoconsulta celebrada ayer. Artur Mas. Quienes pensábamos que su ida de olla era un desbarajuste mental y torticero, o que tenía un chip de autoinmolado político en el cerebro, nos equivocamos. Igual pensaba Oriol Junqueras, que entre su fanfarrona alegría por los resultados resbalaba una lágrima. Pensaba Oriol que a la sombra iba a aupar a Esquerra a la cumbre de la Generalitat y hacer una declaración de independencia tipo balconing. Puede ser. Y posiblemente sea, porque la Historia no está escrita y solo el pueblo es protagonista de ella, dependiendo de si hace oídos sordos a la marea independentista o si se deja llevar por la acaudalada fortuna de dinero público que riega las asociaciones soberanistas. Pero, mientras tanto, el 9-N quedará en los anales de la Historia como obra y magia de Artur Mas. El genio de la chistera, con su flequillo de bisoñé graso y su sempiterna sonrisa, como diciendo: «Ahora vas y vuelves a por otra, Marianín».
 
En el lado opuesto, los perdedores son varios. Mejor dicho, somos varios. A priori, los españoles en su conjunto, que vemos cómo un Presidente de una Comunidad Autónoma, máximo representante de España en su territorio, después de haber jurado lealtad a la Constitución y al Estatuto de Autonomía, ha hecho con las leyes un barco de vapor y ha zarpado rumbo a la ruptura, a la fractura social y política de una parte de España, solo porque le apetece. Porque sí. Por mandato divino. Un President altanero y chulo que hace acopio de valor y, conociendo la debilidad del Gobierno español, se pavonea ante todos con una consulta sacada de la chistera para delinquir. 

Porque celebrar una consulta sin Junta Electoral, sin censo y sin una Ley que la regula es un delito y no puede quedar impune en un Estado de Derecho. Por mucho que los amics de la ANC, de Omnium Cultural, de Esquerra o de las CUP se dediquen a pervertir el lenguaje y llamarlo Democracia, no lo es. No es Democracia una consulta soberanista si no hay garantías democráticas. No es Democracia una consulta que no se ampara en la Ley, ni lo es una consulta que salta por encima de la Constitución y del Estatuto de Autonomía. No es, ni mucho menos, legal ni democrática una votación con urnas de cartón, con apoderados de mesas politizados o con quince días de plazo para seguir votando. De paso, por qué no, que sean treinta. O tres meses, por si queda algún rezagado en febrero que no se haya enterado.

Y entre vencedores y vencidos, el máximo responsable, que por si la gente aun lo duda, no es Artur Mas, es Mariano Rajoy Brey, Presidente del Gobierno de España gracias a casi once millones de votantes que depositaron en él su confianza hace tres años, otorgándole una mayoría absoluta que no sirve para nada. Once millones de papeletas y de ilusiones pudriéndose en el fondo de un fangal por culpa de un partido salpicado por una corrupción sistémica en todo su organigrama, y cuyo Presidente cree que su función patriótica es asistir pasivo al descuartelamiento del Estado. Que debe esperar a que las aguas vuelvan a su cauce, como si los problemas se solucionasen solos, sin mediación humana. Un Presidente temeroso de los medios de comunicación, sin capacidad comunicativa, parco de palabras, que bien se oculta tras una pantalla de plasma para evitar las preguntas de la prensa sobre el caso Bárcenas o te hace un parte metereológico para no hablar sobre la sentencia de Estrasburgo sobre la doctrina Parot.

Mariano, qué quieres que te diga, eres un Presidente que parece cometer el mismo delito de sedición que Artur Mas pero en versión pasiva. Porque uno se pregunta quién es más traidor a su Nación: si el responsable político de convocar un referéndum ilegal o el Presidente de un Gobierno que, teniendo en su mano los instrumentos para ejercer el poder, hace oídos sordos y no establece los medios necesarios para evitar una insurrección contra el orden institucional y legal. Juraste fidelidad a una Constitución que ayer se pisoteó con un ejercicio antidemocrático, sacando urnas de cartón y haciendo uso de espacios públicos para hacer propaganda independentista institucional, y cuya repercusión mediática ha alcanzado a la prensa internacional. Traicionaste tu juramento y encima tienes la desfachatez de hacer salir al Ministro de Justicia diciendo varias mamarrachadas para quedar bien de cara a la galería. Así que te voy a dar un consejo, mil veces mejor que los de Pedro Arriola, si aún tienes un poco de sensatez, de orgullo y de patriotismo: convoca elecciones generales anticipadas, piérdete en la espesura de un bosque y no vuelvas. Porque ayer el mayor traidor a España no fue Artur Mas, querido Mariano. Fuiste tú.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Fonoteca: Dímelo en la calle


Risto Mejide se equivoca. En su entrevista a Joaquín Sabina, el maestro de Úbeda se dejó pisar por el descomunal ego de Mejide, que se alzó en árbitro espontáneo de su trabajo musical. Durante la charla, medio recostado en un sofá, Mejide preguntó al músico si el nuevo disco sería de la talla de 19 días y 500 noches o como los siguientes. Sabina rió y le dio la razón, pero yo se la quito. Dejando de lado Alivio de luto y Vinagre y rosas, en una larga década de sobresaltos, depresiones y reapariciones, Sabina también parió una obra maestra a la altura de Dímelo en la calle. Quizás Risto sea demasiado mainstream y se dedique a decir lo habitual en su tribu urbana: citar el disco más vendido del músico en cuestión y hacer creer que conoce el tema. O quizás sea la subjetividad del sujeto, que gusta más de escuchar «19 días y 500 noches» o «Cerrado por derribo», como si no estuvieran demasiado escuchadas, y menoscabar el trabajo anterior y siguiente. Sin embargo, me decanto más por la primera opción, porque es conocido que en Risto pesa más el personaje que su inteligencia.

Dímelo en la calle, relegado por Mejide a la papelera de reciclaje, es un trabajo a tener en cuenta en una revisión biográfica de Sabina. A nivel musical iguala a 19 días y 500 noches, y a nivel creativo lo supera con creces. Solo el hecho de incluír «La canción más hermosa del mundo» y «Peces de ciudad», dos de sus mejores composiciones desde tiempos inmemoriales, lo convierten en una escucha obligatoria para sabineros y gente que navega por primera vez las aguas de su discografía. Y aunque adolece de momentos de escasa lucidez y de autocomplaciencia, se disfruta más que 19 días en sus momentos más jocosos con «El café de Nicanor» e incluso con «Semos diferentes», su aportación a la saga de Torrente, o en momentos más rockeros como «Vámonos p'al sur» y «Lágrimas de plástico azul».

En cualquier caso, cuando una canción o un disco como 19 días y 500 noches es repetido ad nauseam por la mass media como la obra cumbre de un músico, tal y como hizo Risto, siempre es preferible rebuscar en los cuadernos del artista para ver con mejor perspectiva. Porque al final se suele encontrar algo mejor, una canción desconocida que merece la pena y que escuchas una y otra vez, preguntándote por qué diantres no la habías encontrado antes. Para ello, uno puede irse a Enemigos íntimos, su disco con Fito Páez, o a los primeros y ambiguos años de voz de destilería. Un servidor se queda con Dímelo en la calle, un trabajo con el que Sabina parecía desprenderse de la larga sombra de 19 días y de una etapa de claroscuros que no se dislumbran en lo musical. Un disco que merece al menos una escucha atenta y displicente, porque Sabina no empieza ni acaba con 19 días y 500 noches. Que Risto se quede con él, que uno lo tiene demasiado escuchado y le resulta muy cansino.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Reflexiones sobre la corrupción

Se puede decir, literalmente, que el Partido Popular está de mierda hasta el cuello. Con la operación Púnica en marcha, Francisco Granados en prisión preventiva y desfiles de varios alcaldes por los juzgados en pleno Halloween, compañeros de partido que antes ponían la mano en el fuego por sus camaradas ahora prefieren la tibieza de unas declaraciones sordas o los silencios monásticos. Cierto es que otros partidos, por no decir todos, tienen sus respectivos Bárcenas, Ratos y Matas. El Partido Socialista con su Magdalena Álvarez y sus ERE, Izquierda Unida con su Ángel González y CiU con el clan Pujol son algunos ejemplos de que la corrupción no entiende de derechas ni de izquierdas. Pero esta reflexión no pretende ahondar en el "y tú más" tan habitual en los debates, ya que quien gobierna gracias a diez millones de votos es el Partido Popular, y por ello, el más interesado en frenar los casos de corrupción que campan a sus anchas por territorio español. Con una mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, el PP tarda en poner sobre la mesa un plan de emergencia, con o sin un pacto con otros partidos, para frenar la corrupción política: algo que, a priori, parece sencillo con medidas y reformas como el endurecimiento de penas contra el fraude fiscal, la contratación de más inspectores de Hacienda y una mayor agilidad en las instrucciones de los casos, dotando a los jueces de los instrumentos necesarios. Todo ello en el marco de una reforma mayor que separe realmente los poderes políticos. Reformas, por cierto, que ya adelantó Esperanza Aguirre hace unos días.

Sin embargo, lo que en primera instancia parece fácil de realizar, se convierte en una utopía cuando se topa con las paredes de Génova, detrás de las cuales se aisla Mariano Rajoy para no escuchar las voces de la gente. Paredes de hormigón, cemento y ladrillo que encierran a políticos tecnócratas con problemas crónicos de sordera, que bajan las persianas de su despacho y no ven la realidad de la calle. En una situación de emergencia social, el Partido Popular sigue presa de los números y confía todo su mandato a la recuperación económica, sin saber que la población está preocupada por el paro y ve en la ingente corrupción política un casus belli al que aferrarse con uñas y dientes para echarlos del poder.

Cortar de inmediato los casos de corrupción con unas reformas fiscales y judiciales es lo mínimo que puede hacer Rajoy tras la enésima operación judicial contra los ladrones que esquilman nuestra Nación. Sin embargo, también huelga decir que llega demasiado tarde. Muy tarde. Que el hastío general de la sociedad es tan grande que cualquier movimiento que haga Rajoy va a ser visto como electoralista. Y no les sobra razón. Porque cuando diez millones de personas confiaron el 20-N en el Partido Popular, fue para que realizara las reformas administrativa, fiscal y judicial que España necesita desde hace veinte años, entre otras tantas. Reformas que nunca llegaron o que empeoraron en lo que se avistó como una tercera legislatura zapateril, con mandobles para torear al contribuyente y estoques para seguir jodiendo la marrana mientras los unos se llevaban el dinero fresco y los otros miraban de reojo o daban la espalda.

Y es que, querido Mariano, puedes irte con viento fresco a otra parte, consciente de que tu partido, o lo que queda de él, ha traicionado a una sociedad entera que ya no confía en la vieja política. Que gracias a tu inmovilismo no solo el Partido Popular queda arrastrado por el fango, sino que con él te llevas, gracias a la labia de la demagogia barata de Podemos y a tu incapacidad para encarar un debate o una entrevista, requerimiento mínimo para un cargo público, el prestigio de la Democracia que políticos más valientes y con más principios que tú lograron restaurar hace casi cuatro décadas. Ahora, en pleno siglo XXI, nos encontramos en otra encrucijada con el auge de extremos políticos a los que una parte de la sociedad se aferran como única vía de salida a un panorama socioeconómico sin parangón. Una situación de la que tú, Mariano, tienes buena parte de responsabilidad, por no limpiar la mierda de tu propia casa, como Presidente del PP, y la del país, como Presidente del Gobierno.